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“Decíamos ayer”


Estas palabras de atribución incierta, bien podrían resumir la situación actual de la sociedad guineocuatoriana en el umbral del nuevo 2025, donde aceleradamente crece el hambre y la pobreza, y pandora sigue escondiendo este fenómeno.

En las calles polvorientas de los barrios olvidados, donde las risas de los niños a menudo se mezclan con el eco de la necesidad, tarde aún el corazón de una sociedad que sueña. Aunque la pobreza ha querido apagar sus luces y la desigualdad ha pesado como un manto oscuro sobre sus días, la esperanza sigue viva, escondida en los gestos más pequeños: en una madre que comparte el pan escaso, en las manos callosas que trabajan sin descanso, y en los ojos de quienes, pese a todo, no dejan de mirar.

No siempre fue así. Hubo un tiempo, quizás lejano, en que la vida era más amable. Tal vez los abuelos recuerdan esos días en que la tierra era fértil, las mesas estaban llenas y la comunidad se reunía al calor de los sueños compartidos. Esos recuerdos, aunque difusos, son el recordatorio de que no siempre la pobreza y la opresión dictaron el ritmo de la vida.

El camino parece interminable, lo sabemos. Las promesas de cambio han sido tantas y tan vacías que cuesta creer en una próxima vez. Pero es precisamente en los momentos más oscuros cuando la llama de la esperanza adquiere más fuerza. Porque la historia nos ha enseñado que, ninguna injusticia y ninguna cadena han sido eternas. Lo que hoy parece imposible, mañana puede transformarse en la semilla de algo nuevo. Cada paso pequeño, cada gesto solidario, cada voz que se alza es una grieta en el muro de esta situación oscura.

El hambre y la pobreza son dos caras de una misma moneda que revelan las profundas desigualdades de nuestra sociedad. No se trata solo de la ausencia de alimentos o recursos, se incluye también la negación de las oportunidades básicas que permiten a las personas vivir con dignidad. Cada plato vacío y cada hogar sumido en carencias nos confrontan con una realidad dolorosa: en una sociedad de abundancia, miles aún luchan por sobrevivir. Este problema, lejos de ser una fatalidad, es una construcción humana que exige una solución colectiva.

El ayer nos ofrecía promesas como espejismos en el desierto: seductoras y brillantes a la distancia, pero decepcionantes y vacías al acercarse. fueron palabras tejidas con aparente esperanza, ofrecidas para encender expectativas, pero que esconden la ausencia de intenciones reales o de capacidad para cumplirlas. En muchos casos, hemos creído que estas perplejas promesas nacen del deseo de manipular emociones, de ganar confianza a corto plazo o de evitar conflictos, pero siempre dejan tras de sí un rastro de desilusión y desconfianza.

Este ayer prometedor ha permanecido encubado en el alma de la esperanza de esta triste y desconsolada sociedad, en la que los horizontes rápidamente han cambiado de paradigmas y la desescalada del desarrollo a los que utópicamente apuntaban dichos horizontes, acaba de manifestarse en el último escalón sin aliento de vida, y el problema de Guinea Ecuatorial según la administración pública, es del ciudadano de a píe, carente de recursos, de poder y de influencias.

Nuestro ayer es el fundamento de la marca de una ceguera absoluta, donde discursos grandilocuentes prometen cambios que nunca llegan; o incluso en el mundo del consumo, donde empresas y supermercados prometen resultados irreales. Su atractivo radica en la esperanza que despiertan, en la posibilidad de un presente y futuro mejor, más justo o más pleno, en el que acaban siendo beneficiados los de siempre, aquellos que nadan en la abundancia. Sin embargo, su impacto es devastador cuando las personas descubren que siguen siendo usadas como piezas de un juego.

Lo más peligroso de este fenómeno ilusorio del ayer, es su capacidad para erosionar algo fundamental: la fe. La fe en las instituciones, en las personas, en los procesos o incluso en nosotros mismos. A medida que se acumulan los incumplimientos, surge el escepticismo, y con él, una parálisis emocional o social que nos impide avanzar. Sin embargo, también pueden ser una poderosa lección. Cada falsa promesa que reconocemos nos enseña a cuestionar, a exigir responsabilidad y, sobre todo, a valorar la autenticidad por encima de las palabras.

Aunque el camino ha sido duro y las carencias han marcado los días, la experiencia del ocaso del 2024, año que simboliza además el arduo caminar de nuestra sociedad en su historia, nos recuerda que la esperanza nunca se apaga por completo. En ese humilde rincón donde los niños aún sueñan, donde las familias se reúnen con lo poco que tienen y comparten historias, tarde un mensaje poderoso: las adversidades no definen quiénes somos, sino nuestra capacidad de resistirlas.

Hemos de recordar que la noche más oscura siempre da paso al amanecer. La historia de la Navidad misma es la prueba de que, incluso en la pobreza, en la humildad de un pesebre, pueden nacer las mayores esperanzas del mundo. Lo que importa no es lo que falta, sino el amor que construimos con lo que tenemos.

Que este año, aunque los días hayan sido difíciles, podemos mirar hacia adelante con fe en un futuro mejor. Cada pequeña acción, cada gesto de bondad y cada palabra de aliento que nos damos unos a otros es un paso hacia ese futuro que nos han negado pero que en realidad merecemos.


 Benedicto Mitogo O.

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