Benedicto
MITOGO
Decir
la verdad nunca ha sido un acto neutral. donde la sociedad se ha acostumbrado
al silencio. Sin embargo, callarla no elimina los problemas; solo los prolonga.
Por eso, decir la verdad, aunque duela, es un acto de responsabilidad y de
esperanza.
Guinea
Ecuatorial, una nación rica en recursos y cultura, ha sido durante demasiado
tiempo rehén de una estructura que promueve la obediencia ciega, la
militarización del pensamiento y una versión distorsionada del patriotismo. En
lugar de fomentar el diálogo, el pensamiento crítico y la solidaridad entre
ciudadanos, se ha consolidado un sistema que premia la sumisión, celebra la
fuerza y criminaliza la disidencia. Es hora de repensar nuestras prioridades:
más razonamiento, menos academias militares; más solidaridad, menos
imposiciones.
Desde
hace décadas, se ha promovido en esta sociedad una noción de patriotismo que
gira en torno al culto a la figura del poder y a la obediencia incuestionable.
Las academias militares, desproporcionadamente financiadas y promocionadas, se
presentan como símbolos de honor nacional, mientras que las instituciones
educativas, culturales y científicas luchan por mantenerse vivas.Este
desequilibrio no es casual. Se nos enseña desde jóvenes que ser patriota es
desfilar en perfecta formación, callar cuando no se está de acuerdo y repetir
eslóganes sin pensar en su contenido. Se asocia el amor a la patria con la
fidelidad a los miembros del gobierno, no con el deseo sincero de ver al país
progresar en justicia, libertad y bienestar. Esta forma de adoctrinamiento
militarizado nos aleja del pensamiento libre y nos arrastra hacia una sociedad
que teme pensar por sí misma.
El
patriotismo debería ser una fuerza que une, que inspira y que impulsa el
desarrollo colectivo. Sin embargo, en Guinea Ecuatorial ha sido transformado en
un instrumento de control. Se exige amar al país, pero bajo las condiciones
impuestas por una élite que se beneficia del miedo y la ignorancia.
Cantar
el himno, ondear la bandera y hablar de “unidad nacional” se ha convertido en
una rutina vacía, mientras las desigualdades sociales, la censura política y el
abandono de las zonas rurales y empobrecidas del país continúan. Se nos pide
sacrificio en nombre de la nación, mientras unos pocos acumulan riquezas que
jamás compartirán con el pueblo. Ese no es patriotismo: es manipulación.
En
lugar de construir más academias militares, necesitamos más centros de
pensamiento, más universidades funcionales, más espacios donde los jóvenes
puedan debatir, crear y desarrollar soluciones a los problemas reales de
nuestra sociedad. El verdadero progreso nace del conocimiento, no del silencio.
El
pensamiento crítico no es una amenaza para la nación; es su salvación. Una
sociedad que reflexiona es una sociedad que se puede organizar, innovar y
corregir sus errores. Los países más prósperos del mundo no lo son por su
poderío militar interno, sino por la fortaleza de sus instituciones
democráticas, la educación de su ciudadanía y su capacidad de debatir y
consensuar.
En
Guinea Ecuatorial, abordar temas sociales, denunciar injusticias o señalar
deficiencias estructurales se ha convertido, de forma casi automática, en un
acto de riesgo. La crítica social es sistemáticamente interpretada como un
ataque directo a los dirigentes del gobierno, lo que revela una peligrosa
fusión entre el aparato estatal y la figura de quienes lo administran.
Este
fenómeno no es nuevo, pero persiste con fuerza. En lugar de entender el estado
como una entidad pública al servicio de los ciudadanos un marco institucional
que debería acoger el debate y la mejora continua, los gobernantes
ecuatoguineanos han asumido una identificación simbólica y práctica con el
Estado. Hablar del Estado, en este contexto, es hablar de ellos. Por tanto,
cualquier cuestionamiento, por leve que sea, se percibe como una amenaza
personal.
Esto
explica por qué iniciativas sociales, reportajes periodísticos, investigaciones
independientes o simples comentarios en redes sociales pueden provocar
reacciones desproporcionadas desde las estructuras del poder. En vez de
responder con diálogo, los dirigentes hacen interpretaciones a su manera,
desacreditan y, en muchos casos, silencian.
La
consecuencia directa de esta lógica es el miedo generalizado a expresarse.
Activistas, periodistas, académicos y ciudadanos de a pie enfrentan la
autocensura como mecanismo de supervivencia. El mensaje que se transmite es
claro: quien hable de los problemas del país, está atacando al gobierno; y
quien ataque al gobierno, sufrirá las consecuencias.
Esta
fusión entre Estado y Gobierno bloquea cualquier posibilidad de construcción
democrática. En una sociedad sana, el Estado debe ser criticable, cuestionable
y reformable. Confundir la crítica con la deslealtad solo conduce al
estancamiento, a la desinformación y a la perpetuación de problemas
estructurales como la pobreza, la corrupción o el acceso desigual a servicios
básicos.
Guinea
Ecuatorial necesita recuperar la distinción entre el Estado y sus gobernantes.
Solo así será posible abrir espacios de diálogo real, fomentar la participación
ciudadana y construir una cultura política basada en el respeto, la
transparencia y el bien común. Callar los problemas no los resuelve; solo los
oculta. Y cuando se impone el silencio, el precio lo paga toda la sociedad.
También
debemos rescatar el valor de la solidaridad. No como un lema, sino como una
práctica política y social. En un país donde las divisiones son incentivadas
por el poder, donde se premia la delación y se castiga la cooperación entre
sectores inconformes, hablar de solidaridad es un acto revolucionario.
Necesitamos
una solidaridad activa, que construya redes entre trabajadores, campesinos,
estudiantes, intelectuales, artistas, y todo aquel que cree que se puede
mejorar muchos aspectos para seguir construyendo una sociedad mejor. Solo
unidos podremos resistir las imposiciones, desmontar el falso patriotismo y
construir un proyecto nacional verdaderamente inclusivo.
La
transformación de Guinea Ecuatorial no vendrá de nuevas consignas vacías ni de
más marchas militares. Vendrá cuando entendamos que amar a nuestro país es
exigir justicia, construir comunidad, pensar libremente y actuar con empatía.
No es momento de seguir aplaudiendo con miedo, sino de dialogar con valentía.
La
historia nos llama a elegir: continuar con la obediencia que nos empobrece o
iniciar el camino del razonamiento y la solidaridad que ha de hacernos libres.
El verdadero patriotismo no se impone: se construye, se vive y se defiende con
ideas, con dignidad y con amor auténtico al pueblo.