Benedicto Mitogo
En un rincón oscuro de Malabo, donde el asfalto
se agrieta como la memoria colectiva de Guinea Ecuatorial, vive (o sobrevive)
Adjoguening: el cantante que una vez estremeció conciencias y desnudó las
heridas más profundas del país a través de su música. Hoy, olvidado, enfermo y
en condiciones de extrema pobreza, es un símbolo viviente del precio que se
paga por decir la verdad en una sociedad que no quiere escucharla.
Adjoguening no nació entre flashes ni alfombras
rojas. Su cuna fue una esquina olvidada de un distrito que ha sido catalogado
en la historia postcolonial del país como “eternos opositores”. Desde niño,
demostró una sensibilidad fuera de lo común: mientras los otros jugaban con
piedras y palos, él componía melodías con cualquier objeto sonoro, y le daba
forma hasta convertirlos en pequeñas entonaciones que parecían contener un
universo dentro.
La vida nunca se lo puso fácil. Su familia,
marcada por la precariedad económica, veía su arte como una pérdida de tiempo.
Pero eso no lo detuvo. autodidacta por necesidad y revolucionario por
convicción, Adjoguening desarrolló un lenguaje estético que desafiaba las
normas tradicionales. No buscaba la belleza cómoda; sus obras incomodaban,
sacaban a relucir la hipocresía de una sociedad que prefería el espectáculo a
la verdad.
Adjoguening no fue un artista más. Fue y sigue
siendo una voz incómoda, potente y radical. Su música no hablaba de amor banal
ni de fiestas sin sentido. Sus letras iban directo al núcleo de la injusticia,
del miedo, del poder corrupto, del exilio y del silencio forzado. En un país
donde disentir es peligroso, él lo hizo con sus letras y una voz desgarrada por
la rabia.
Su primer álbum, se convirtió en un fenómeno
clandestino. Sin promoción, sin emisoras oficiales, sin respaldo institucional,
logró llegar a miles de oídos que conseguían escuchar. Adjoguening hablaba por
todos, especialmente por los que no podían hablar. Pero su ascenso artístico
fue también el comienzo de su caída social.
La élite política, lacra de la misma sociedad, no
tardó en tomar nota. Adjoguening fue acusado de “subversivo”, de “atentar
contra la moral nacional”. Sus conciertos fueron cancelados, sus canciones
prohibidas en la radio y en la televisión, sus apariciones públicas reducidas
al mínimo. El
acoso no se hizo esperar. Fue detenido, golpeado, vigilado, amenazado. Le
ofrecieron contratos discográficos si renunciaba a su contenido político, pero
él respondió con más canciones y más verdad. En un país donde el miedo es una
estructura institucional, Adjoguening se convirtió en un símbolo incómodo: el
de alguien que se niega a fingir.
“No me encarcelaron, pero me enterraron vivo”,
confiesa en voz baja, desde el sofá roto de su habitación sin ventilación.
Las represalias no se limitaron a lo profesional.
Fue objeto de amenazas, acoso policial, vigilancia constante. Amigos y colegas
lo abandonaron por temor a ser asociados con él. Lo que comenzó como censura
terminó en aislamiento total. Sin posibilidad de trabajar, sin ingresos, sin
apoyo, su vida se fue consumiendo entre la resistencia artística y la miseria
material.
Aun así, nunca dejó de crear. En los márgenes del
internet, en grabaciones caseras, en redes sociales mal conectadas, sus canciones
continuaron circulando como susurros rebeldes. Temas como “Wele-Nzás, Maestros,
Ouvre la porte…”, álbumes enteros como Maki-Ening, Apocalipsis… y otros tantos,
son testimonios sonoros de una Guinea que muchos prefieren ignorar.
Pero el cuerpo humano no es de acero. Y el alma,
cuando no es reconocida, también enferma.
Hoy, Adjoguening es un sobreviviente sin gloria.
No tiene seguro, ni ingresos fijos, ni siquiera un colchón decente.
“Me duele más el abandono que el hambre”, dice,
sin rencor, pero con una tristeza que marca cada sílaba. “Yo canté para todos…
y ahora no queda nadie.”
La indiferencia es su mayor castigo. Ni el
Ministerio de Cultura ni los grandes medios ni los artistas que alguna vez se
inspiraron en él han hecho el más mínimo gesto. No ha recibido premios,
homenajes ni ayuda. Su rostro no aparece en los murales. Pero su música sigue
ahí, flotando como un eco rebelde que se niega a morir.
Adjoguening no necesita caridad. Necesita
memoria, justicia y reconocimiento. Necesita que la sociedad que un día
aplaudió en secreto su valentía, ahora dé la cara por él.
La historia de Adjoguening debería escandalarnos.
No solo por el abandono institucional, sino por el silencio colectivo que lo
permitió. Guinea Ecuatorial no está llena de víctimas inocentes. También está
llena de cómplices pasivos: los que miraron a otro lado mientras su voz era
silenciada, los que disfrutaron de su arte, pero nunca se atrevieron a
defenderlo.
¿Queremos recordar a Adjoguening solo cuando ya
no respire? ¿Haremos una estatua cuando su cuerpo esté en el suelo, mientras
hoy ni siquiera le damos un plato de comida?
Este país, tan rico en petróleo como pobre en
conciencia, aún tiene tiempo de rectificar. Adjoguening sigue vivo. Su voz,
aunque debilitada, sigue cantando. Su corazón late. Su talento existe. Y
mientras respire, aún estamos a tiempo de reconocer el valor de alguien que lo
dio todo sin pedir nada.
El verdadero artista no busca fama, busca verdad.
Y Adjoguening la sostuvo con una dignidad que hoy debería avergonzarnos.
Desde esta página, esta voz escrita se suma a la
suya: que no lo olviden, que no lo entierren en vida, que no lo maten con la
indiferencia.