Caminemos juntos en
la esperanza
Queridos hermanos y
hermanas:
Con el signo
penitencial de las cenizas en la cabeza, iniciamos la peregrinación anual de la
santa cuaresma, en la fe y en la esperanza. La Iglesia, madre y maestra, nos
invita a preparar nuestros corazones y a abrirnos a la gracia de Dios para
poder celebrar con gran alegría el triunfo pascual de Cristo, el Señor, sobre
el pecado y la muerte, como exclamaba san Pablo: «La muerte ha sido vencida.
¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está tu aguijón?» (1 Co 15,54-55).
Jesucristo, muerto y resucitado es, en efecto, el centro de nuestra fe y el
garante de nuestra esperanza en la gran promesa del Padre: la vida eterna, que
ya realizó en Él, su Hijo amado (cf. Jn 10,28; 17,3).
En esta cuaresma,
enriquecida por la gracia del Año jubilar, deseo ofrecerles algunas reflexiones
sobre lo que significa caminar juntos en la esperanza y descubrir las llamadas
a la conversión que la misericordia de Dios nos dirige a todos, de manera personal
y comunitaria.
Antes que nada,
caminar. El lema del Jubileo, “Peregrinos de esperanza”, evoca el largo viaje
del pueblo de Israel hacia la tierra prometida, narrado en el libro del Éxodo;
el difícil camino desde la esclavitud a la libertad, querido y guiado por el
Señor, que ama a su pueblo y siempre le permanece fiel. No podemos recordar el
éxodo bíblico sin pensar en tantos hermanos y hermanas que hoy huyen de
situaciones de miseria y de violencia, buscando una vida mejor para ellos y sus
seres queridos. Surge aquí una primera llamada a la conversión, porque todos
somos peregrinos en la vida.
Cada uno puede
preguntarse: ¿cómo me dejo interpelar por esta condición? ¿Estoy realmente en
camino o un poco paralizado, estático, con miedo y falta de esperanza; o
satisfecho en mi zona de confort? ¿Busco caminos de liberación de las
situaciones de pecado y falta de dignidad? Sería un buen ejercicio cuaresmal
confrontarse con la realidad concreta de algún inmigrante o peregrino, dejando
que nos interpele, para descubrir lo que Dios nos pide, para ser mejores
caminantes hacia la casa del Padre. Este es un buen “examen” para el viandante.
En segundo lugar,
hagamos este viaje juntos. La vocación de la Iglesia es caminar juntos, ser
sinodales. Los cristianos están llamados a hacer camino juntos, nunca como
viajeros solitarios. El Espíritu Santo nos impulsa a salir de nosotros mismos
para ir hacia Dios y hacia los hermanos, y nunca a encerrarnos en nosotros
mismos. Caminar juntos significa ser artesanos de unidad, partiendo de la
dignidad común de hijos de Dios (cf. Ga 3,26-28); significa caminar codo a
codo, sin pisotear o dominar al otro, sin albergar envidia o hipocresía, sin
dejar que nadie se quede atrás o se sienta excluido. Vamos en la misma
dirección, hacia la misma meta, escuchándonos los unos a los otros con amor y
paciencia.
En esta cuaresma,
Dios nos pide que comprobemos si en nuestra vida, en nuestras familias, en los
lugares donde trabajamos, en las comunidades parroquiales o religiosas, somos
capaces de caminar con los demás, de escuchar, de vencer la tentación de encerrarnos
en nuestra autorreferencialidad, ocupándonos solamente de nuestras necesidades.
Preguntémonos ante el Señor si somos capaces de trabajar juntos como obispos,
presbíteros, consagrados y laicos, al servicio del Reino de Dios; si tenemos
una actitud de acogida, con gestos concretos, hacia las personas que se acercan
a nosotros y a cuantos están lejos; si hacemos que la gente se sienta parte de
la comunidad o si la marginamos. Esta es una segunda llamada: la conversión a
la sinodalidad.
En tercer lugar,
recorramos este camino juntos en la esperanza de una promesa. La esperanza que
no defrauda (cf. Rm 5,5), mensaje central del Jubileo [5], sea para nosotros el
horizonte del camino cuaresmal hacia la victoria pascual. Como nos enseñó el Papa
Benedicto XVI en la Encíclica Spe salvi, «el ser humano necesita un amor
incondicionado. Necesita esa certeza que le hace decir: “Ni muerte, ni vida, ni
ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni
profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado
en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rm 8,38-39)» [6]. Jesús, nuestro amor y
nuestra esperanza, ha resucitado [7], y vive y reina gloriosa. La muerte ha
sido transformada en victoria y en esto radica la fe y la esperanza de los
cristianos, en la resurrección de Cristo.
Esta es, por tanto,
la tercera llamada a la conversión: la de la esperanza, la de la confianza en
Dios y en su gran promesa, la vida eterna. Debemos preguntarnos: ¿poseo la
convicción de que Dios perdona mis pecados, o me comporto como si pudiera
salvarme solo? ¿Anhelo la salvación e invoco la ayuda de Dios para recibirla?
¿Vivo concretamente la esperanza que me ayuda a leer los acontecimientos de la
historia y me impulsa al compromiso por la justicia, la fraternidad y el
cuidado de la casa común, actuando de manera que nadie quede atrás?
Hermanas y
hermanos, gracias al amor de Dios en Jesucristo estamos protegidos por la
esperanza que no defrauda (cf. Rm 5,5). La esperanza es “el ancla del alma”,
segura y firme. En ella la Iglesia suplica para que «todos se salven» (1 Tm
2,4) y espera estar un día en la gloria 2 del cielo unida a Cristo, su esposo.
Así se expresaba santa Teresa de Jesús: «Espera, espera, que no sabes cuándo
vendrá el día ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con brevedad,
aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve largo» (Exclamaciones
del alma a Dios, 15, 3).
Que la Virgen
María, Madre de la Esperanza, interceda por nosotros y nos acompañe en el
camino cuaresmal. Roma, San Juan de Letrán, 6 de febrero de 2025, memoria de
los santos Pablo Miki y compañeros, mártires.
FRANCISCO